miércoles, 22 de septiembre de 2010

Ruinas



Era una fría noche de un lúgubre invierno, la densa niebla de la noche impedía ver más allá de dos pasos. El cementerio… desolado, olvidado, misterioso, envuelto en niebla… tan hermoso…
La oscuridad de la impenetrable noche me rodeaba, me invadía, me asfixiaba. El vapor que emergía de mi respiración, agitada. No veía hacia donde me dirigía. Las sombras parecían tomar vida en formas flotantes con delicados vestidos de gasa.
Impenetrable oscuridad, ¡no me dejes caer! El viento susurraba fantasmal, agitando mi larga melena y haciendo vuelo en mi falda de seda. Mi blanca piel congelada como los témpanos de hielo. Tenía mucho frío, pero no me importaba. Envuelta por la belleza de aquello que no veía bien, paralizada por el frío y los sonidos aterradores que escuchaba, mi respiración agitada apretaba mi pecho contra las rígidas paredes de mi hermoso corsé.
Comencé a caminar sin rumbo a través de las viejas y ruinosas lápidas, la niebla hacía parecer como si los espíritus de espectros y cadáveres emergieran de su profundo descanso.
- Meras ilusiones, engaño de los sentidos –me repetía. El cementerio me abría un camino cada vez más definido entre sus recuerdos petrificados, y yo avanzaba, sin dejar de mirar a mi alrededor, pero nada me impedía continuar, algo me obligaba a hacerlo.
Ruinas de un desolado mausoleo, santuario de un sueño derruido. Un claro de luna… La niebla parecía rodearme, como si quisiera llamar mi atención. Mi nostalgia y melancolía me empujaban a entrar al viejo santuario. Bajo sus quebradas paredes, una atmósfera pesada de olor cargante. En medio de aquel mausoleo, con los ojos fijos en mí, una estatua… un ángel de piedra. Un epitafio rezaba:
“Y aquí yace la voluntad que no muere;
El hombre no se entrega a los ángeles
Ni a la muerte por entero, como no sea
Por la flaqueza de su débil voluntad”
- ¿Quién no conoce los misterios de la voluntad con su rigor? –me pregunto.
Los ojos del ángel, con ira y tristeza, castigando mi presencia, casi parecían hablarme. ¡Vete! ¡Vete lejos! –decía. Y no pude articular palabra. Mi cuerpo congelado cayó de rodillas, y rompí a llorar, era un llanto desconsolado. Hube de gritar, y el grito surgió de mí como un diablo exorcizado huyendo despavorido. Y el grito pareció ensordecer el temible viento, pareció ensordecer la voz del ángel que me contemplaba con ojos vacíos y me gritaba: ¡Vete de aquí! ¡Maldita! Pero su voz se hacía más fuerte, no callaba.
Me intentaba consolar repitiendo: Meras ilusiones, engaño de los sentidos. El grito no enmudecía, penetrando en mis entrañas y torturando mi cordura. ¡¡Meras ilusiones, engaño de los sentidos!!… Las lágrimas recorrían desesperadas mi rostro, huyendo lejos, y mis manos se apretaban contra mis ojos, intentando pensar que todo era un sueño, que despertaría y nada de esto estaría ocurriendo, que tan solo era una pesadilla. ¡¡¡Meras ilusiones, engaño de los sentidos!!!
Me levanté en un acto reflejo y eché a correr; la voz se fue debilitando, hasta que me dejé caer al lado de un epitafio. Una rosa negra yacía a su lado, moribunda pero hermosa; y la cogí, y sentí el dolor de sus espinas clavarse en mis manos, y la aferré contra mí, provocando heridas en mi busto de mármol, ahora rota su pureza por las gotas de rubí, el hilo de sustancia vital recorriendo el camino de mi piel y deslizándose por mi cuerpo. Era cálida, agradable.
Las lágrimas se habían congelado en mis mejillas, y apoyé la mano ensangrentada en la tumba de mi lado. Fue entonces cuando pude leer mi nombre en ella. Aquel epitafio rezaba mi nombre y clamaba inminente la fecha de mi defunción, un mandato que debía cumplirse. Ya sin fuerzas, me repetía una y otra vez: “Meras ilusiones, engaño de los sentidos” mientras en mi mente resonaban los versos del epitafio del ángel: El hombre no se entrega a los ángeles ni a la muerte por entero, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad. Era la víctima de los caprichos de la Muerte, me sentía perseguida, acosada, violada. La Muerte quería poseerme. Había roto mi inocencia con el engaño de algo tan bello como una rosa, pero quería más. Esta noche sería suya. No podía permitírmelo, mi voluntad no era frágil, la vida se despertaba en mí. ¡No! La Muerte no ganaría la batalla. No me iba a entregar a ella sin oponer resistencia. Me percaté entonces de que no estaba sola…
Desde la lejanía, una niña demacrada, como salida de la tumba, portaba un farolillo para alumbrar el camino. Con voz sobrenatural, se le podía escuchar entonando una dulce melodía. “La Muerte es un ángel” –decía mientras esbozaba una tímida risa juguetona.
De entre la niebla, pude observar cómo empezaba a formarse una figura ágil y vaporosa con grandes alas emplumadas. Era ella.
Se acercó hasta mí, sentí su presencia, aunque lo único que podía ver era un conjunto de niebla que se movía en dirección a mí. Meras ilusiones, engaño de los sentidos. Sentía el cosquilleo del roce de aquella forma fantasmal, que me acariciaba todo el cuerpo. Mi corazón empezó a latir más violentamente ante aquella situación tan irreal. El hilo de sangre que recorría mi pecho se colaba por entre todos los rincones de mi cuerpo tembloroso y débil, repartía su calor. Era la vida que se escapaba de mí, y sentía como cada vez me debilitaba más y pensé que mi fin sería allí, entre la niebla fantasmal. ¡Oh Muerte, ven junto a mí! ¡Oh Muerte, dame vida!
El fantasma alado de la niebla empezó a tomar forma más definida, era la forma de una mujer alada, un ángel. Se iba perfilando la forma de su rostro, sus ojos, sus labios… carnosos y dulces, que incitaban a perecer en ellos. El tiempo hacía que su imagen se volviera cada vez más nítida, su piel se definía, tenía el color de la porcelana. Aventuré que tendría el mismo tacto, y deseé comprobarlo. Pero no podía moverme, estaba inmovilizada, por el terror, por aquella imagen que acababa de materializarse como surgida de la nada. Contemplaba cómo aquel ángel oscuro se aproximaba a mí. Era muy hermosa, atrayente, la Belleza en sí misma... ¡Pero yo deseaba vivir! Sin embargo, la impotencia amenazaba con no dejarme luchar. Aquella presencia era irresistible y ya todo dejó de importar... el frío, el dolor, el miedo. Se acercaba con paso grácil y felino, casi parecía no tocar el suelo al andar. Cuando llegó a mí pude observar sus ojos, sus oscuros ojos, penetrando en todo mi ser. ¿Qué había en esos ojos? ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de sus pupilas?
Tampoco pude moverme cuando el ángel me acarició la mejilla con su marmórea piel, su mano continuó el recorrido hasta llegar a mi cuello. Los escalofríos habían hecho presa de mí ante aquel contacto sobrenatural. Mientras tanto, no pude apartar mi mirada de sus profundos ojos, y deseé estar más cerca, todo lo demás ya era irrelevante. Fue entonces cuando sus labios se posaron sobre los míos. Un instante, una descarga eléctrica, luego una dulce sensación... y paz, y calma. Me había rendido ante ella, mi voluntad flaqueó. Deseé poseer a la Belleza, pero ella me poseyó a mí y caí ante su engaño, ante el Beso de la Muerte.

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