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jueves, 19 de marzo de 2015

"To The Muse" by Aleksandr Blok

In your hidden memories
There are fatal tidings of doom...
A curse on sacred traditions,
A desecration of happiness;

And a power so alluring
That I am ready to repeat the rumour
That you have brought angels down from heaven,
Enticing them with your beauty...

And when you mock at faith,
That pale, greyish-purple halo
Which I once saw before
Suddenly begins to shine above you.

Are you evil or good? You are altogether from another world
They say strange things about you
For some you are the Muse and a miracle.
For me you are torment and hell.

I do not know why in the hour of dawn,
When no strength was left to me,
I did not perish, but caught sight of your face
And begged you to comfort me.

I wanted us to be enemies;
Why then did you make me a present
Of a flowery meadow and of the starry firmament --
The whole curse of your beauty?

Your fearful caresses were more treacherous
Than the northern night,
More intoxicating than the golden champagne of Aï,
Briefer than a gypsy woman's love...

And there was a fatal pleasure
In trampling on cherished and holy things;
And this passion, bitter as wormwood,
Was a frenzied delight for the heart!

--Aleksander Blok


(TRADUCCIÓN -que al final he acabado haciendo yo, porque viendo lo que había por ahí...-)

Hay en tus recuerdos ocultos
fatales noticias de la perdición...
Una maldición de las tradiciones sagradas,
una profanación de la felicidad.

Hay en ti un poder tan fascinante
que estoy dispuesto también a acusarte
de hacer descender a los ángeles del cielo
seduciéndolos con tu belleza.

Y cuando te burlas de la fe
ese pálido halo, púrpura y gris,
que ya antes había visto una vez,
de pronto empieza a brillar sobre ti.

¿Malvada o bondadosa? Toda tú eres de otro mundo,
y dicen cosas extrañas sobre ti:
Para unos eres Musa y milagro,
para mí eres el tormento y el infierno.

No sé por qué, al amanecer,
cuando no me quedaba fuerza alguna,
no perecí, sino que alcancé a ver tu rosto
y rogué que me consolaras.

Desearía que fuéramos enemigos.
¿Por qué entonces me regalas
un prado de flores, el firmamento estrellado --
la entera maldición de tu belleza?

Tus temerosas caricias eran más traicioneras,
que la noche del Norte,
más embriagadoras que el dorado vino de Aï,
más breves que el amor de una gitana...

Y residía un placer mortal
en pisotear cosas apreciadas y sagradas.
Y esta pasión, amarga como el ajenjo,
fue una frenética delicia para el corazón.

lunes, 11 de agosto de 2014

Realidad, y todo lo demás es literatura.

Tiendo a ver a las personas como personajes literarios y las explico como tales. O quizás es al contrario, que trato a los personajes literarios como si fueran personas. Hablo de las diferencias del individuo con lo habitual en personas de su edad y características psicosociales y socioeconómicas. Como si criticara a un personaje, con la diferencia de que desde la perspectiva del personaje literario discuto la veracidad que consigue, mientras que esta veracidad se asume en el caso de las personas y por tanto lo increíble acaba siendo objeto de fascinación y ampliación del rango entre el que se reparte la realidad de la personalidad. Rango que servirá para dar o no credibilidad y nivel de interés a los personajes.

Todo está relacionado. La ficción es tal en base a una realidad subyacente sobre la que se apoya y sobre la que construye otra realidad “ficticia" dentro o fuera de los rangos de veracidad. Algo inverosímil acaba desembocando en falsedad o fantasía. Lo creíble puede perfectamente ser asimilado como real, y podría caber la posibilidad de una existencia de un individuo cuya descripción y circunstancias coincidieran con las del personaje inventado. Al fin y al cabo, si lo encajamos dentro de lo creíble u observado en la misma realidad, ¿no hace que, por azar, este caso ficticio concreto coincida con lo que damos en llamar “real" y lo sea?

viernes, 10 de mayo de 2013

La lectura, esa actividad aburrida para intelectuales.

El acercamiento a la lectura se ve obstaculizado por ese aire intelectual que se le da a todo lo relacionado con ella.

Hoy, viendo un “magazine” digital en formato de vídeo, una especie de miniprograma de 9 minutos y pico, un señor de nula expresividad en la cara y un tono de voz monótono nos hablaba sobre las bondades de Javier Marías. Es un gran escritor, y aparte de cargar con unos genes notables, seguramente se haya criado en el medio idóneo para dedicarse a la escritura o el ensayo.

Todo esto junto con algunas recomendaciones personales de su obra nos las transmite el mismo tipo, en 7 minutos, a veces trabándosele ligeramente la lengua, con una entonación totalmente lineal y manteniendo muy poco contacto visual con la cámara. Para tratarse de recomendaciones personales, más parecía que estuviera leyendo la lección de un libro de texto. Por favor, espero que no se haga profesor, por el bien de los estudiantes.

El escenario era su despacho, y la música del programa era algo sosa. Sinceramente, me ha hecho pensar: ¿Quién quiere leer si se le presentan las puertas de este mundo tan aburrido? Leer no es aburrido. Es cierto que tiene cierto componente intelectual, pero también se puede leer por diversión. De hecho, lo que suele ocurrir es que ambas actividades son compatibles, por inverosímil que le suene a alguna gente. Y suena inverosímil porque les presentamos esta clase de discursos aburridos sobre argumentos e intenciones literarias.

Si de algo tiene poder la palabra escrita, es de llegarnos hasta lo más profundo de nuestro ser, desde una carta de amor hasta una crítica mordaz a nuestro trabajo. Normalmente la lectura tiene un grado de implicación personal bastante grande y después de un tiempo, lo que queda, lo que recordamos mejor, es cómo nos hemos sentido, y no alguna cita en concreto o si tal escena iba un capítulo antes que tal otra. Es un hecho comprobado que el cerebro recuerda mejor las cosas que asocia con los sentimientos, por tanto, por qué no decir cuando hablemos de un libro: “Es fascinante porque me hizo llorar”, “me hizo sentir terriblemente miserable” o “por un momento pensé que el mundo dejaba de tener sentido”.

Creo que una buena metáfora sería el sueño. Los sueños no muchas veces se recuerdan al despertar, pero a veces prevalece en nosotros esa sensación de que algo bueno o no tan bueno nos ha sucedido en él. Mientras soñamos, el sueño es nuestra realidad y nos hace involucrarnos y sentir intensamente. Después, cuando despertamos sabemos que nada de eso ha sido real, pero lo que hemos sentido sí que lo ha sido, aunque sea provocado por una fantasía.

Con todo esto, no quiero decir que haya que renunciar a la parte más técnica o intelectual. Claro que no. De hecho, esa visión de la literatura viene sola (o puede no venir) tras haberse iniciado y haberle cogido el gusto a devorar páginas. Lo que creo que no debería hacerse es monopolizar todo el mundo literario y reducirlo a esta expresión, porque entonces se crea endogamia entre aquellos que ya leen y que están acostumbrados a valorar intelectualmente una obra, excluyendo a los profanos o a los no iniciados. Y los colegios tampoco lo hacen del todo bien, pero esto ya es otro tema. Leer no es una actividad de la que formar parte te tenga que hacer sentir miembro de un club exclusivo de gente seria y aburrida. Así jamás podremos fomentar la lectura, ya que todo el mundo tiene miedo al rechazo.

jueves, 2 de mayo de 2013

Los mundos sutiles

"Se canta lo que se pierde." Antonio Machado. La película Los mundos sutiles, del director Eduardo Chapero-Jackson recrea el universo de Machado, en una conexión entre éste y nuestro tiempo, evocando sus poemas a través de la danza.

domingo, 17 de marzo de 2013

La Metamorfosis


A veces entreveo en algún gesto
a quien no eres aún, y me da vértigo
sorprender a mi lado a la mujer
que algún día serás, dulce muchacha.
Da vértigo aprender qué pasa, el tiempo
(mañana no vendrá la que hoy te fuiste)
se evapora y los besos que no atreves
como versos que olvidas anotar.
Da vértigo pensar en si te quiero
como ahora, o si quiero a esa mujer
que asoma en tu mirada, en si me asusta
entenderte aún mas lejos, transformada
en alguien que no entiende a este muchacho
que no habla y se asusta cuando mira.


Rodrigo Olay - Cerrar los ojos para verte

lunes, 22 de octubre de 2012

Escribir como...

El otro día me preguntaron que si me había leído "Crimen y castigo". Yo, toda contenta respondí positivamente, pues me pareció una novela buenísima por algunas razones, y la verdad es que los delirios del personaje (destilación de los del autor, en mi opinión) son muy impactantes. Al menos yo que creo que para algunas cosas soy muy empática, me pareció que las preocupaciones del personaje eran algo tan real, que no hizo falta que adornara con muchos recursos literarios para poder transmitir lo visceral de ellas.

Pero mi sorpresa vino cuando me dijeron que mi estilo recordaba al del bueno de Dostoievski, cosa que me dejó patidifusa, pues desde hace un año que no estoy bajo la influencia de esa novela. Creo haber superado ya esa época en la que sin darte cuenta, cualquier cosa que escribes lo haces imitando al autor. Por una parte, me resulta halagador que me comparen con Dostoievski porque su estilo directo y visceral es algo que pretendo conseguir… Vamos, al menos me gustaría causar en los demás (en mis lectores) el efecto que a mí me causó él, pero creo que estoy muy lejos de conseguirlo. Ojalá sea verdad, pero me parece que aún me queda camino por recorrer.

Es mi propósito el remover las entrañas de los lectores, desconcertarles y producirles asco, temor, ternura, melancolía o euforia. Pero como a mi público no parece afectarle la forma en la que empleo el lenguaje para conseguir esto, tiendo siempre a intentarlo de manera más explícita y bruta. A veces de verdad que me apetecería meterles a todos una patada literaria en sus bocas asténicas para que despertaran un poco y sintieran algo. Parecen todos maniquís. Al hablar de la patada me acuerdo entonces de los artistas de vanguardia que escandalizan al espectador para removerle las entrañas. Pero claro, creo que aún no estoy dispuesta a abrirme los pies en canal y caminar después sobre brasas. Creo que aún no. Pero ¡diantres! Qué difícil es hacer que alguien se crea una palabra de lo que digo y se la tome en serio. Igual es que yo me tomo demasiado en serio lo que dicen los demás. Las personas a las que leo, las personas a las que me gusta escuchar. Intento ver más allá de lo que la gente me cuenta, intento empatizar con aquellos que me importan, porque realmente quiero compartir lo que sienten.

Y poco más. Supongo que es natural imitar en cierto sentido a algún autor después de haberlo leído. No dura mucho el efecto pero supongo que es el principio de un largo camino en el que encontrar el estilo propio.

jueves, 11 de octubre de 2012

Jorge Cadavid

HACER COSAS CON PALABRAS

Quiero hacer cosas con palabras
por ejemplo, construir un vaso de vidrio
y una imagen clara como el agua
que atraviese su forma devota
Quiero beber su espectro luminoso
en el gastado hilo del día
Deseo sentir el recorrido absorto
de la transparencia en mi garganta
y verificar en silencio
que las ideas descienden líquidas
y es imposible retener su caudal
con solo mi pensamiento.


TEORÍA MÍNIMA DE LA DISTANCIA

Las burbujas
del fondo del estanque
hablaron del tiempo y lo visible
inseparables hacedores
de la distancia
Contemplaron la lejanía
Meditaron sobre los horizontes
que rodean todo
y dijeron que todavía
nada en el mundo ha desaparecido
Nacen y mueren
desde el fondo del estanque
tantas burbujas
y nadie les hace caso.


ODA A LOS OJOS DEL PÁJARO

Donde había puntos y comas
El pájaro vio semillas
Donde había versos
El pájaro sólo vio caminos
Donde había párrafos
El pájaro vio nubes
No es que lea mal los signos
El pájaro ha sido deliberado,
Laborioso incluso,
Pero nunca buscó la perfección
Nunca se entretuvo en la técnica
Más de lo necesario.


EJERCICIO NOCTURNO

Dejo caer una piedrecilla
En mitad del sueño

Se mueve el agua de la memoria
Y todo el cielo.


Tratado de cielo para jóvenes poetas.
Jorge Cadavid

sábado, 15 de septiembre de 2012

Un lugar limpio y bien iluminado; Ernest Hemingway

Era tarde y todos habían salido del café con excepción de un anciano que estaba sentado a la sombra que hacían las hojas del árbol, iluminado por la luz eléctrica. De día la calle estaba polvorienta, pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque aunque era sordo y por la noche reinaba la quietud, él notaba la diferencia. Los dos camareros del café notaban que el anciano estaba un poco ebrio; aunque era un buen cliente sabían que si tomaba demasiado se iría sin pagar, de modo que lo vigilaban.
— La semana pasada trató de suicidarse —dijo uno de ellos.
— ¿Por qué?
— Estaba desesperado.
— ¿Por qué?
— Por nada.
— ¿Cómo sabes que era por nada?
— Porque tiene muchísimo dinero.
Estaban sentados uno al lado del otro en una mesa próxima a la pared, cerca de la puerta del café, y miraban hacia la terraza donde las mesas estaban vacías, excepto la del viejo sentado a la sombra de las hojas, que el viento movía ligeramente. Una muchacha y un soldado pasaron por la calle. La luz del farol brilló sobre el número de cobre que llevaba el hombre en el cuello de la chaqueta. La muchacha iba descubierta y caminaba apresuradamente a su lado.
— Los guardias civiles lo recogerán —dijo uno de los camareros.
— ¿Y qué importa si consigue lo que busca?
— Sería mejor que se fuera ahora. Los guardias han pasado hace cinco minutos y volverán.
El viejo sentado a la sombra golpeó su platillo con el vaso. El camarero joven se le acercó.
— ¿Qué desea?
El viejo lo miró.
— Otro coñac —dijo.
— Se emborrachará usted —dijo el camarero. El viejo lo miró. El camarero se fue.
— Se quedará toda la noche —dijo a su colega—. Tengo sueño y nunca puedo irme a la cama antes de las tres de la mañana. Debería haberse suicidado la semana pasada.
El camarero tomó la botella de coñac y otro platillo del mostrador que se hallaba en la parte interior del café y se encaminó a la mesa del viejo. Puso el platillo sobre la mesa y llenó la copa de coñac.
— Debía haberse suicidado usted la semana pasada —dijo al viejo sordo. El anciano hizo un movimiento con el dedo.
— Un poco más —murmuró.
El camarero terminó de llenar la copa hasta que el coñac desbordó y se deslizó por el pie de la copa hasta llegar al primer platillo.
— Gracias —dijo el viejo.
El camarero volvió con la botella al interior del café y se sentó nuevamente a la mesa con su colega.
— Y a está borracho —dijo.
— Se emborracha todas las noches.
— ¿Por qué quería suicidarse?
— ¿Cómo puedo saberlo?
— ¿Cómo lo hizo?
— Se colgó de una cuerda.
— ¿Quién lo bajó?
— Su sobrina.
— ¿Por qué lo hizo?
— Por temor de que se condenara su alma.
— ¿Cuánto dinero tiene?
— Muchísimo.
— Debe tener ochenta años.
— Sí, yo también diría que tiene ochenta.
— Me gustaría que se fuera a su casa. Nunca puedo acostarme antes de las tres. ¿Qué hora es ésa para irse a la cama?
— Se queda porque le gusta.
— Él está solo. Yo no. Tengo una mujer que me espera en la cama.
— Él también tuvo una mujer.
— Ahora una mujer no le serviría de nada.
— No puedes asegurarlo. Podría estar mejor si tuviera una mujer.
— Su sobrina lo cuida.
— Lo sé. Dijiste que le había cortado la soga.
— No me gustaría ser tan viejo. Un viejo es una cosa asquerosa.
— No siempre. Este hombre es limpio. Bebe sin derramarse el líquido encima. Aun ahora que está borracho, míralo.
— No quiero mirarlo. Quisiera que se fuera a su casa. No tiene ninguna consideración con los que trabajan.
El viejo miró desde su copa hacia la calle y luego a los camareros.
— Otro coñac —dijo, señalando su copa. Se le acercó el camarero que tenía prisa por irse.
— ¡Terminó!—dijo, hablando con esa omisión de la sintaxis que la gente estúpida emplea al hablar con los beodos o los extranjeros—. No más esta noche. Cerramos.
— Otro —dijo el viejo.
— ¡No! ¡Terminó! —limpió el borde de la mesa con su servilleta y meneó la cabeza.
El viejo se puso de pie, contó lentamente los platillos, sacó del bolsillo un monedero de cuero y pagó las bebidas, dejando media peseta de propina.
El camarero lo miraba mientras salía a la calle. El viejo caminaba un poco tambaleante, aunque con dignidad.
— ¿Por qué no lo dejaste que se quedara a beber? —preguntó el camarero que no tenía prisa. Estaban bajando las puertas metálicas—. Todavía no son las dos y media.
— Quiero irme a casa.
— ¿Qué significa una hora?
— Mucho más para mí que para él.
— Una hora no tiene importancia.
— Hablas como un viejo. Bien puede comprar una botella y bebérsela en su casa.
— No es lo mismo.
— No; no lo es —admitió el camarero que tenía esposa—. No quería ser injusto. Sólo tenía prisa.
— ¿Y tú? ¿No tienes miedo de llegar a tu casa antes de la hora de costumbre?
— ¿Estás tratando de insultarme?
— No, hombre, sólo quería hacerte una broma.
— No —el camarero que tenía prisa se irguió después de haber asegurado la puerta metálica—. Tengo confianza. Soy todo confianza.
— Tienes juventud, confianza y un trabajo —dijo el camarero de más edad—. Lo tienes todo.
— ¿Y a ti, qué te falta?
— Todo; menos el trabajo.
— Tienes todo lo que tengo yo.
— No. Nunca he tenido confianza y ya no soy joven.
— Vamos. Deja de decir tonterías y cierra.
— Soy de aquellos a quienes les gusta quedarse hasta tarde en el café —dijo el camarero de más edad—, con todos aquellos que no desean irse a la cama; con todos los que necesitan luz por la noche.
— Yo quiero irme a casa y a la cama.
— Somos muy diferentes —dijo el camarero de más edad. Se estaba vistiendo para irse a su casa—. No es sólo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Todas las noches me resisto a cerrar porque puede haber alguien que necesite el café.
— ¡Hombre! Hay bodegas abiertas toda la noche.
— Tú no entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena y también, ahora, las hojas hacen sombra.
— Buenas noches —dijo el camarero más joven.
— Buenas noches —dijo el otro. Continuó la conversación consigo mismo mientras apagaba las luces. Es la luz por supuesto pero es necesario que el lugar esté limpio y sea agradable. No quieres música. Definitivamente no quieres música. Tampoco puedes estar frente a una barra con dignidad aunque eso sea todo lo que proveemos a estas horas. ¿Qué temía? No era temor, no era miedo. Era una nada que conocía demasiado bien. Era una completa nada y un hombre también era nada. Era sólo eso y todo lo que se necesitaba era luz y una cierta limpieza y orden. Algunos vivieron en eso y nunca lo sintieron pero él sabía que todo eso era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en nada, nada sea tu nombre nada tu reino nada tu voluntad así en nada como en nada. Danos este nada nuestro pan de cada nada y nada nuestros nada como también nosotros nada a nuestros nada y no nos nada en la nada mas líbranos de nada; pues nada. Ave nada llena de nada, nada está contigo. Sonrió y estaba frente a una barra con una cafetera a presión brillante.
— ¿Qué le sirvo?— preguntó el barman.
— Nada.
— Otro loco más —dijo el barman y le dio la espalda.
— Una copita— dijo el camarero.
El barman se la sirvió.
— La luz es bien brillante y agradable pero la barra está opaca —dijo el camarero.
El cantinero lo miró fijamente pero no respondió. Era demasiado tarde para comenzar una conversación.
— ¿Quiere otra copita? —preguntó el barman.
— No, gracias —dijo el camarero, y salió. Le disgustaban los bares y las bodegas. Un café limpio, bien iluminado, era algo muy distinto. Ahora, sin pensar más, volvería a su cuarto. Yacería en la cama y, finalmente, con la luz del día, se dormiría. Después de todo, se dijo, probablemente sólo sea insomnio. Muchos deben sufrir de lo mismo.


E.Hemingway 


viernes, 24 de agosto de 2012

Elogio de la sombra.

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.

Jorge Luis Borges


miércoles, 21 de marzo de 2012

El Caladrius / "How to predict the weather" by Aaron Burch

Introducción:
De acuerdo con la mitología romana, el Caladrius es un ave blanca como la nieve que vive en las casas de los reyes. Supuestamente, el pájaro se niega a mirar a cualquier paciente que no va a tener una recuperación completa. El Caladrius existía en la mitología griega bajo el nombre de Dhalion.

Se dice que también es capaz de tener la enfermedad misma y luego volar hacia el sol, dispersando la enfermedad en su camino y curándose a sí misma y a la persona enferma.

Se dice que es análoga a Jesús, cuya crucifixión ha sacado "la enfermedad" (pecado, ver analogía bíblica pecado-enfermedad) y, a través de su "vuelo" de la tumba, salvó a los pecadores.

Existen muchas teorías en cuanto en donde el mito del Caladrius se inició. Una de ellas sería que no es más que el producto de una imaginación demasiado activa, o que fue creado exclusivamente como una analogía.

Otra es que el Caladrius se basa en un pájaro de verdad. De acuerdo con las descripciones de su ser completamente blanco sin negro, es posible que se base en la paloma, o posiblemente en algún tipo de ave acuática como la garza real. Louis Réau considera que lo más probable es que sea un chorlito blanco.

El caladrius a veces aparece en heráldicas, por ejemplo, como la cresta de Keith William James.

Causalidad:
Este pájaro de buen o mal agüero, que parece haber venido también de la ribera de la noche plutónica, junto con su hermano negro el cuervo de Poe ha hecho su aparición en un libro que he terminado de leer hoy: "How to predict the weather" por Aaron Burch.

Antes de abordar el libro, me gustaría remarcar que llegué a él de forma casi azarosa, gracias a ese peculiar y moderno "no sé, lo leí en alguna parte" llamado Twitter. Esta vez se trataba de un nuevo sistema de pago, que como entusiasta de las ideas originales que soy a veces, me decidí a probar. El método en cuestión se llama "Pay with a tweet". Se basa en la viralidad que se genera a través de las redes sociales como Twitter y Facebook para usarlas en beneficio del autor, que ofrece un contenido a cambio de marketing gratuito y desinteresado. ¿A quién le molesta tener que twittear sobre un libro o una canción que se ha bajado gratis? Mientras no bajes a lo loco y llenes de spam las cronologías de tus amigos/followers, todo va bien. Es además, una manera de hacer marketing online gratuito y efectivo. Estamos hablando de personas reales, que se interesan en tu contenido, y lo comparten. Nótese la diferencia con otro tipo de marketing más agresivo y costoso como los anuncios, llevar una página de facebook, hacer concursos para darse a conocer...

Casualidad:
Volviendo al tema en concreto de este libro: En mi curioseo por varias cosas que se podían "pay with a tweet" llegué hasta un libro que me produjo esa sensación de flechazo con la que de jovenzuela elegía los libros que quería leer. Fue un libro que me llamó la atención, por la portada, por los colores, por el tipo de letra, el misterioso título y su aura melancólica y abstracta que más tarde he podido contrastar.



Consecución:
Por esa clase de misterios de la vida que uno nunca alcanzará a comprender, este libro casi parece que se ha leído solo, o que venía empaquetado como en una especie de caja de Pandora que además de lectura, ha traído consigo el ambiente y el temporal a juego. Es un libro breve, de unas 100 páginas, y muchas de ellas son párrafos aparte en medio de la trama con una suerte de instrucciones, a modo alegórico, que acompañaban la historia dándole ese toque etéreo, misterioso, abstracto y opresivo de un cielo encapotado de nubes de humo gris.

Es una historia sobre pérdida progresiva, sobre extrañeza hacia el otro. Una distancia que crece mientras uno cree que está quieto. La relatividad de dos caminantes que de pronto ya no irán por el mismo camino, que cuando se paran a mirarse, se dan cuenta de que ya no se conocen.

No es una historia meramente triste, sino melancólica, nostálgica, angustiosa... Que si me permitís el matiz, es mucho peor. La opresión constante y el sentirse rodeado de alguien que es un extraño es como una puñalada y desangrarse poco a poco.

El temporal nublado y lluvioso de estos primeros días de primavera me han ambientado exactamente igual que en la historia. Doy gracias a Pandora o a quien sea, pues no siempre a uno le acompañan tanto las circunstancias como a mí esta vez. Y por supuesto, destacar positivamente en este caso la brevedad del libro ya que a pesar de mis deberes de estudiante, llevados entre comillas, me he podido permitir adentrarme en esta mini-aventura.

Consecuencia:
He podido disfrutar de una lectura en inglés. Tengo esta lengua abandonada desde que dejé de estudiarla hará como 3 años. Qué mejor manera de volver a amarla que acariciando su literatura. Ahora a ver si me atrevo con algo más clásico, si no me devora antes a mí.

He tenido una primera toma de contacto con lo que se escribe hoy en día en la lengua de Shakespeare, y me ha dejado buen sabor de boca. Antes de generalizar, al menos el autor me ha gustado. Tampoco estoy muy puesta en literatura actual española, no sé si sigue esta misma línea, pero creo intuir, por lo poco que puedo inferir del conocimiento que poseo de ello, que no. Y mis intuiciones son las mismas que me eligen los libros que me gustan, no pueden equivocarse demasiado.

Para añadir a mi lista de hechos médicos curiosos y simbólico-místicos, el Caladrius este me ha llamado la atención. Le escribiré algo alguna vez. Me gusta que su misterio alcance hasta tal punto que no se sepa con certeza si se trata de una especie real.

Y por último, para acabar con las consecuencias... La novela me ha supuesto un soplo de aire fresco, a pesar de que el enrarecido aire que la protagonizaba, destilaba frescura y me hacía pensar en el solitario vuelo de un albatros surcando el océano pre-tempestuoso.


NOTAS:
  • El libro no está traducido al castellano.
  • Tiene poquísimas reseñas incluso en su idioma original. Ninguna en castellano, por supuesto.
  • Si os ha picado la curiosidad, podéis intentar leerlo en inglés. No perdéis nada.
  • Mi entrada anterior es un fragmento de los párrafos-que-ocupaban-una-página que interrumpían la trama.

lunes, 19 de diciembre de 2011

"El silencio del fuego" de Graciela M. Alfonso

Tramo I

Quiero escribir el sordo poema
que complejo juegue en el devaneo,
en la quieta incertidumbre,
y en la mano oscura del dolor.

Quiero escribir en memorias infinitas,
sobre el hombre que camina y olvida;
sobre el misterio, que vecino se aproxima
y sobre la rota existencia humana.

Pero necesito un tiempo extenso
donde albergar las palabras,
para componer un triste verso desnudo
y para no morir, terminando un poema.


Quiero escribir el sordo poema
que trémulo tiemble,
como las azules antorchas
de la senil y amarga sabiduría.


Tramo II

Creemos devenir
en un amanecer remoto
surcando los confines
de nuestras pausas.

Creemos sobrevivir,
delimitando las adyacencias
y las incongruencias
de nuestra extraña malsanidad.

Callados y espantados
sembramos soledades en los vientos.

Es el mito del hombre,
que no halla guarida para su niño
y espanta amores en la vejez.

Es el hombre eternamente solo
en su finitud monocromática,
destruyendo con su prestigiosa ignorancia
el último beso del reencuentro.

sábado, 16 de julio de 2011

B.

- X -
A la una de la mañana

¡Solo por fin! Ya no se oye más que el rodar de algunos coches rezagados y derrengados. Por unas horas hemos de poseer el silencio, si no el reposo. ¡Por fin desapareció la tiranía del rostro humano, y ya sólo por mí sufriré!

¡Por fin! Ya se me consiente descansar en un baño de tinieblas. Lo primero, doble vuelta al cerrojo. Me parece que esta vuelta de llave ha de aumentar mi soledad y fortalecer las barricadas que me separan actualmente del mundo.
 
¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible! Recapitulemos el día: ver a varios hombres de letras, uno de
los cuales me preguntó si se puede ir a Rusia por vía de tierra -sin duda tomaba por isla a Rusia-; disputar generosamente con el director de una revista, que, a cada objeción, contestaba: «Este es el partido de los hombres honrados»; lo cual implica que los demás periódicos están redactados por bribones; saludar a unas veinte personas, quince de ellas desconocidas; repartir apretones de manos, en igual proporción, sin haber tomado la precaución de comprar unos guantes; subir, para matar el tiempo, durante un chaparrón, a casa de cierta corsetera, que me rogó que le dibujara un traje de Venustre ; hacer la rosca al director de un teatro, para que, al despedirme, me diga: «Quizá lo acierte dirigiéndose a Z...; es, de todos mis autores, el más pesado, el más tonto y el más célebre; con él podría usted conseguir algo. Háblele, y allá veremos»; alabarme -¿por qué?- de varias acciones feas que jamás cometí y negar cobardemente algunas otras fechorías que llevó a cabo con gozo, delito de fanfarronería, crimen de respetos humanos; negar a un amigo cierto favor fácil y dar una recomendación por escrito a un tunante cabal. ¡Uf! ¿Se acabó?

Descontento de todos, descontento de mí, quisiera rescatarme y cobrar un poco de orgullo en el silencio y en la soledad de la noche. Almas de los que amé, almas de los que canté, fortalecedme, sostenedme, alejad de mí la mentira y los vahos corruptores del mundo; y vos, Señor, Dios mío, concededme la gracia de producir algunos versos buenos, que a mí mismo me prueben que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a los que desprecio.


- XII -
Las muchedumbres

No a todos les es dado tomar un baño de multitud; gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo puede darse a expensas del género humano un atracón de vitalidad aquel a quien un hada insufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, el odio del domicilio y la pasión del viaje.
 
Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en una muchedumbre atareada.

Goza el poeta del incomparable privilegio de poder a su guisa ser él y ser otros. Como las almas errantes en busca de cuerpo, entra cuando quiere en la persona de cada cual. Sólo para él está todo vacante; y si ciertos lugares parecen cerrársele, será que a sus ojos no valen la pena de una visita.
 
El paseante solitario y pensativo saca una embriaguez singular de esta universal comunión. El que fácilmente se desposa con la muchedumbre, conoce placeres febriles, de que estarán eternamente privados el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, interno como un molusco. Adopta por suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le ofrecen.
 
Lo que llaman amor los hombres es sobrado pequeño, sobrado restringido y débil, comparado con esta inefable orgía, con esta santa prostitución del alma, que se da toda ella, poesía y caridad, a lo imprevisto que se revela, a lo desconocido que pasa.
 
Bueno es decir alguna vez a los venturosos de este mundo, aunque sólo sea para humillar un instante su orgullo necio, que hay venturas superiores a la suya, más vastas y más refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes misioneros, desterrados en la externidad del mundo, conocen, sin duda, algo de estas misteriosas embriagueces; y en el seno de la vasta familia que su genio se formó, alguna vez han de reírse de los que les compadecen por su fortuna, tan agitada, y por su vida, tan casta.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Sobre "La metamúsica" de Leopoldo Lugones

He aquí uno de los relatos a los que recientemente he llegado, gracias de nuevo a El Espejo Gótico y su inestimable trabajo, actualizando varias veces diarias con material literario de calidad. Es sorprendente la cantidad de autores, relatos y poemas que se pueden encontrar. Me avergüenza decir que conoceré a lo sumo una décima parte de ellos, si llega. Gracias también a su interés sacando adelante exitosamente espacios web como éste, que he podido leer este curioso relato, el cual he encontrado por internet y subido a Scribd para los ojos y mentes de los más curiosos o interesados:


Prosigamos, pues.

El argumento del relato, es harto ingenioso. Yo lo clasificaría dentro del género de la ciencia ficción... o ficción directamente, pero como está escrito hace un centenar de años, lo dejo pasar. Además, la explicación científica que el mismo relato en sí hace del fenómeno que explica, es de dudosa veracidad científica, como todo en la ciencia ficción. Aún así debo decir que más o menos se asienta bastante bien en las bases físicas de los elementos explicados, a pesar de haber creído encontrar algún que otro razonamiento sin sentido que me ha dejado algo perpleja, cito algunos ejemplos:

Hacer el vacío a una presión de la millonésima parte de la atmósfera (¡millonésima!) en un recipiente de vidrio... La verdad, creo que aquello explotaría. Igual sí que es posible, pero una millonésima parte de la presión atmosférica normal me parece una salvajada. Ya tendría que ser muy potente el aparato que lo produjera, y muy grueso el vidrio que tuviera que soportal tal diferencia de presiones interna versus externamente.

Otro ejemplo, cuando explica que hay un doble revestimiento de vidrio y en el espacio entre ambos recipientes o revestimientos hay agua supuestamente para frenar las ondas sonoras (o como dice en el relato, donde "muere" el sonido), cuando bien es sabido por aquellos que entiendan algo de física, que las ondas se propagan e incluso amplifican mejor por los sólidos y líquidos que por el aire o los gases en general... No hay que ser un intelectual para saber esto. Con que te quedes durmiendo en clase (o te apoyes en la mesa, también sirve), habrás notado alguna vez que los golpes en tu mesa se oyen mil veces mayores, con su consecuente sobresalto xD Los indios pegaban la oreja al suelo para escuchar pasos en la distancia, y si chillas a alguien en una piscina desde lo lejos, te escuchará bastante bien a pesar de tener la boca llena de agua. Puedo asegurarlo, mi hermana se encarga de demostrármelo cada verano...

Bueno, que me desvío. Otro ejemplo que también me ha desconcertado es que un vidrio de color negro restringe o refleja la luz. Cito: "Porque la luz negra tiene una vibración superior a la de todas las otras; y como por consiguiente el espacio entre movimiento y movimiento se restringe, las demás no pueden pasar por los in­tersticios y se reflejan". Primero, es erróneo hablar de luz negra si estamos tratando un objeto, puesto que los colores son un EFECTO de la luz en su superficie. Los objetos no poseen luz propia de uno u otro color y por eso los vemos tal, no. Eso no funciona así. O como dirían las imágenes frikis esas: lo estás haciendo mal xD A ver, los objetos, por sus características de forma y sobretodo material, absorben o reflejan la luz. El color negro se observa porque el objeto absorbe la luz en su totalidad, no reflejando ninguna (nosotros observamos la que refleja). Luego si no vemos nada, vemos negro. El caso contrario ocurre con el color blanco. El resto de los colores del espectro visible son también aquellos que se reflejan. Si apreciamos que un objeto es rojo, es que absorbe el resto de longitudes de onda excepto el rojo.
Aprovechando el tirón de esto de los colores, y hablando de lo del blanco y el negro y la absorción de luz, recuerdo a los lectores a modo de anécdota el por qué en verano da tanto calor la ropa de color negro. Un fenómeno que conozco bastante bien de primera mano, y he podido corroborar xD

No obstante, debo decir que el autor se curró la idea, supongo que se informaría y a pesar de no parecer tener mucha idea de física, lleva a cabo el relato con gran habilidad. Quizás el secreto por el que camufla sus errores científicos cometidos es que lo intrinca tanto en la explicación, que tu mente prefiere creerse lo que lee antes que exprimirse intentando averiguar qué es lo que quiere decir, para ver si lo dice bien o no. En mi caso no lo he podido evitar. Me encanta la literatura, pero soy una chica de ciencias, lo siento xD

En cuanto a la idea principal del autor (descabellada por cierto, pero hermosa) de transformar la música en colores para enseñar, para transmitir a su querido amigo lo que se siente cuando uno escucha o crea música... es una ingeniosidad absoluta, puesto que parece ser que hay quienes no lo entienden. Y eso pasaba antes como también pasa ahora, y seguirá pasando en un futuro... También depende de la persona y sus gustos, pero, al menos yo, soy capaz de interiorizar, apreciar y sentir una buena melodía, depende del género en el que se encuentre. No me refiero a ritmos vacíos, sino a sencillas melodías, de las que quedan pocas. Esas que resuenan solemnes en tu interior como si de un himno se tratase, esas que sientes a tu alma gritar a los cuatro vientos. Las que no poseen letra, pero conoces el sentimiento que intenta transmitir. Esas que te duelen y se te clavan en el alma al igual que aquellas otras que te hacen sentir eufórico, en la cima del mundo. Las que te oprimen hasta hacerte llorar, de tristeza, de alegría (¡qué más da!), sin razón aparente. Esas que te hacen SENTIR, y recuerdas que estás vivo. Esas, amigo mío.

Un fenómeno increíble, cierto, pero menos aún que el de transformar el sonido en color. Nada más que decir, sobran las palabras... ¡Que suene la música!

lunes, 18 de octubre de 2010

Taller de literatura, según Baudelaire, Sartre, Poe, Lovecraft y Nietzsche.

Vamos, los consejos algunos de los grandes =) Extraído de: El Espejo Gótico

Consejos a los jóvenes literatos.
Charles Baudelaire (1821-1867)

Los preceptos que se van a leer son fruto de la experiencia; la experiencia implica una cierta suma de equivocaciones; y como cada cual las ha cometido –todas o poco menos-, espero que mi experiencia será verificada por la de cada cual.


I. De la suerte y la mala suerte en los comienzos:

Los jóvenes escritores que hablando de un colega novel dicen con acento matizado de envidia: "¡Ha comenzado bien, ha tenido una suerte loca!", no reflexionan que todo comienzo está siempre precedido y es el resultado de otros veinte comienzos que no se conocen. Creo más bien que el éxito es, en una proporción aritmética o geométrica, según la fuerza del escritor, el resultado de éxitos anteriores, a menudo invisibles a simple vista. Hay una lenta agregación de éxitos moleculares; pero generaciones espontáneas y milagrosas jamás. Los que dicen: -Yo tengo mala suerte-, son los que todavía no han tenido suficientes éxitos y lo ignoran.

Libertad y fatalidad son dos contrarios; vistas de cerca y de lejos son una sola voluntad. Y es por eso que no hay mala suerte. Si hay mala suerte, es que nos falta algo: ese algo hay que conocerlo y estudiar el juego de las voluntades vecinas para desplazar más fácilmente la circunferencia.


II. De los salarios:

Por hermosa que sea una casa es ante todo —y antes de que su belleza quede demostrada— tantos metros de frente por tantos de fondo. De igual modo la literatura, que es la materia más inapreciable, es ante todo una serie de columnas escritas; y el arquitecto literario, cuyo sólo nombre no es una probabilidad de beneficio, debe vender a cualquier precio. Hay jóvenes que dicen: -Ya que esto vale tan poco, ¿para qué tomarse tanto trabajo?- Hubieran podido entregar trabajo del mejor; y en ese caso sólo hubieran sido estafados por la necesidad actual, por la ley de la naturaleza; pero se han estafado a sí mismos. Mal pagados, hubieran podido honrarse con ello; mal pagados, se han deshonrado.
Resumo todo lo que podría escribir sobre este asunto en esta máxima suprema, que entrego a la meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores y de todos los hombres de negocios: -¡Sólo es con los buenos sentimientos con los que se llega a la fortuna!-
Los que dicen: -¡Para qué devanarse los sesos por tan poco!- son los mismos que más tarde quieren vender sus libros a doscientos francos el pliego, y rechazados, vuelven al día siguiente a ofrecerlo con cien francos de pérdida.
El hombre razonable es el que dice: -Yo creo que esto vale tanto, porque tengo genio; pero si hay que hacer algunas concesiones, las haré, para tener el honor de ser de los vuestros.


III. De las simpatías y las antipatías:

En amor como en literatura, las simpatías son involuntarias; no obstante, necesitan ser verificadas, y la razón tiene ulteriormente su parte. Las verdaderas simpatías son excelentes, pues son dos en uno; las falsas son detestables, pues no hacen más que uno, menos la indiferencia primitiva, que vale más que el odio, consecuencia necesaria del engaño y de la desilusión. Por eso yo admiro y admito la camaradería, siempre que esté fundada en relaciones esenciales de razón y de temperamento. Entonces es una de las santas manifestaciones de la naturaleza, una de las numerosas aplicaciones de ese proverbio sagrado: la unión hace la fuerza. La misma ley de franqueza y de ingenuidad debe regir las antipatías. Sin embargo, hay gentes que se fabrican así odios como admiraciones, aturdidamente. Y esto es algo muy imprudente; es hacerse de un enemigo, sin beneficio ni provecho. Un golpe fallido no deja por eso de herir al menos en el corazón al rival a quien se le destinaba, sin contar que puede herir a derecha e izquierda a alguno de los testigos del combate.
Un día, durante una lección de esgrima, vino a molestarme un acreedor; yo lo perseguí por la escalera, a golpes de florete. Cuando volví, el maestro de armas, un gigante pacífico que me hubiera tirado al suelo de un soplido, me dijo: -¡Cómo prodiga usted su antipatía! ¡Un poeta! ¡Un filósofo! ¡Ah, que no se diga!- Yo había perdido el tiempo de dos asaltos, estaba sofocado, avergonzado y despreciado por un hombre más, el acreedor, a quien no había podido hacer gran cosa.
En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, pues está hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño ¡y los dos tercios de nuestro amor! ¡Hay que guardarlo avaramente!


IV Del vapuleo:

El vapuleo no debe practicarse más que contra los secuaces del error. Si somos fuertes, nos perdemos atacando a un hombre fuerte; aunque disintamos en algunos puntos, él será siempre de los nuestros en ciertas ocasiones.
Hay dos métodos de vapuleo: en línea curva y en línea recta, que es el camino más corto. (...) La línea curva divierte a la galería, pero no la instruye.
La línea recta... consiste en decir: "El señor X... es un hombre deshonesto y además un imbécil; cosa que voy a probar" -¡y a probarla!-; primero..., segundo..., tercero...etc. Recomiendo este método a quienes tengan fe en la razón y buenos puños.
Un vapuleo fallido es un accidente deplorable, es una flecha que vuelve al punto de partida, o al menos, que nos desgarra la mano al partir; una bala cuyo rebote puede matarnos.



V. De los métodos de composición:

Hoy por hoy hay que producir mucho, de modo que hay que andar de prisa; de modo que hay que apresurarse lentamente; pues es menester que todos los golpes lleguen y que ni un solo toque sea inútil.
Para escribir rápido, hay que haber pensado mucho; haber llevado consigo un tema en el paseo, en el baño, en el restaurante, y casi en casa de la querida.
Cubrir una tela no es cargarla de colores, es esbozar de modo liviano, disponer las masas en tono ligero y transparentes. La tela debe estar cubierta –en espíritu- en el momento en que el escritor toma la pluma para escribir el título.
Se dice que Balzac ennegrece sus manuscritos y sus pruebas de manera fantástica y desordenada. Una novela pasa entonces por una serie de génesis, en los que se dispersa, no sólo la unidad de la frase, sino también la de la obra. Sin duda es este mal método el que da a menudo a su estilo ese no se qué de difuso, de atropellado y de embrollado, que es el único defecto de ese gran historiador.


VI. Del trabajo diario y la inspiración:

Una alimentación muy sustanciosa, pero regular, es la única cosa necesaria para los escritores fecundos. Decididamente, la inspiración es hermana del trabajo cotidiano. Estos dos contrarios no se excluyen en absoluto, como todos los contrarios que constituyen la naturaleza. La inspiración obedece, como el hombre, como la digestión, como el sueño. Si se consiente en vivir en una contemplación tenaz de la obra futura, el trabajo diario servirá a la inspiración, como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y como el pensamiento calmo y poderoso sirve para escribir legiblemente, pues ya pasó el tiempo de la mala letra.


VII. De la poesía:

En cuanto a los que se entregan o se han entregado con éxito a la poesía, yo les aconsejo que no la abandonen jamás. La poesía es una de las artes que más reportan; pero es una especie de colocación cuyos intereses sólo se cobran tarde; en compensación, muy crecidos.
Desafío a los envidiosos a que me citen buenos versos que hayan arruinado a un editor. ¿Por lo demás, qué tiene de sorprendente, puesto que todo hombre sano puede pasarse dos días sin comer, pero nunca sin poesía? El arte que satisface la necesidad más imperiosa será siempre el más honrado.


VIII. De los acreedores:

Que el desorden haya acompañado a veces al genio, lo único que prueba es que el genio es terriblemente fuerte; por desgracia, para muchos jóvenes, ese título expresaba no un accidente, sino una necesidad.
Yo dudo mucho de que Goethe haya tenido acreedores. No tengáis acreedores jamás; a lo sumo, haced como si los tuvierais, que es todo lo que puedo permitiros.


IX. De las queridas:

Si quiero acatar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, me veo obligado a ubicar entre las mujeres peligrosas para los hombres de letras, a la mujer honesta, a la literata y a la actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos hombres y es un mediocre pábulo para el alma despótica de un poeta; la literata, porque es un hombre fallido; la actriz, porque está barnizada de literatura y habla en "argot"; en fin, porque no es una mujer en toda la acepción de la palabra, ya que el público le resulta algo más preciosos que el amor.
Porque todos los verdaderos literatos sienten horror por la literatura en determinados momentos, por eso, yo no admito para ellos –almas libres y orgullosas, espíritus fatigados que siempre necesitan reposar al séptimo día-, más que dos clases posibles de mujeres: las bobas o las mujerzuelas, la olla casera o el amor. –Hermanos, ¿hay necesidad de exponer las razones?

Charles Baudelaire (1821-1867)



¿Por qué escribir?
Jean Paul Sartre.

Cada uno tiene sus propias razones: para unos, el arte es un escape; para otros, un modo de conquistar. Pero cabe huir a una ermita, a la locura, a la muerte y cabe conquistar con las armas. ¿Por qué precisamente escribir, hacer por escrito esas evasiones y esas conquistas? Es que, detrás de los diversas motivaciones de los autores, hay una elección más profunda e inmediata, común a todos. Vamos a intentar una elucidación de esta elección y veremos si no es ella misma lo que induce a reclamar a los escritores que se comprometan.

Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es "reveladora", es decir, de que "hay" ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella, muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su oscuridad. Quedará sumergido al menos; no hay nadie tan demente que piense que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra certidumbre interior de ser "reveladores" se une la de ser efímeros en relación con la cosa revelada.

Uno de los principales motivos de la creación artística es indudablemente la necesidad de sentirnos esenciales en relación con el mundo. Este aspecto de los campos o del mar y esta expresión del rostro por mí revelados, cuando los fijo en un cuadro o un escrito, estrechando las relaciones, introduciendo el orden donde no lo había, imponiendo la unidad de espíritu a la diversidad de la cosa, tienen para mi conciencia el valor de una producción, es decir, hacen que me sienta esencial en relación con mi creación. Pero esta vez, lo que se aleja es el objeto creado: no puedo revelar y producir a la vez. La creación pasa a lo efímero en relación con la actividad creadora.

Aunque parezca algo definitivo, el objeto creado siempre se nos muestra como provisional: siempre podemos cambiar esta línea, este color, esta palabra. El objeto creado no se impone jamás. Un aprendiz de pintor preguntaba a su maestro: ¿Cuándo puedo saber que mi cuadro está acabado? Y el maestro respondió: Cuando puedas contemplarlo con sorpresa, diciéndote: ¡Soy yo quien ha hecho esto! Lo que equivale a decir: nunca.

Esto equivaldría a contemplar la propia obra con ojos ajenos y a revelar lo que se ha creado. Pero es manifiesto que cuanto más conciencia tenemos de nuestro actividad creadora menos tenemos de la cosa creada. Cuando se trata de una vasija o un cajón que fabricamos conforme a las normas tradicionales y con útiles cuyo empleo está codificado, es el famoso "se" de Heidegger lo que trabaja por medio de nuestras manos. En este caso, el resultado puede parecernos lo bastante extraño a nosotros como para conservar a nuestros ojos su objetividad. Pero, si producimos nosotros mismos las normas de la producción, las medidas y los criterios y si nuestro impulso creador viene de lo más profundo del corazón, no cabe nunca encontrar en la obra otra cosa que nosotros mismos: somos nosotros quienes hemos inventado las leyes con las que juzgamos esa obra; vemos en ella nuestra historia, nuestro amor, nuestra alegría; aunque la contemplemos sin volverla a tocar, nunca nos entrega esa alegría o ese amor, porque somos nosotros quienes ponernos esas cosas en ella; los resultados que hemos obtenido sobre el lienzo o sobre el papel no nos parecen nunca objetivos, pues conocemos demasiado bien los procedimientos de los que son los efectos. Estos procedimientos continúan siendo un hallazgo subjetivo: son nosotros mismos, nuestra inspiración, nuestra astucia, y, cuando tratamos de percibir nuestra obra, todavía la creamos, repetimos mentalmente las operaciones que la han producido y cada uno de los aspectos se nos manifiesta como un resultado. Así, en la percepción, el objeto se manifiesta como esencial y el sujeto como inesencial; éste busca la esencialidad en la creación y la obtiene, pero entonces el objeto se convierte en inesencial.

En ninguna parte se hace esta dialéctica más evidente que en el arte de escribir. El objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. Ahora bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el zapatero puede usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su número, y el arquitecto puede vivir en la casa que ha construido. Al leer, se prevé, se está a la espera. Se prevé el final de la frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera que se confirmen o se desmientan las previsiones; la. lectura se compone de una multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y decepciones; los lectores se hallan siempre más adelante de la frase que leen, en un porvenir solamente probable que se derrumba en parte y se consolida en otra parte a medida que se avanza, en un porvenir que retrocede de página a página y forma el horizonte móvil del objeto literario.

Sin espera, sin porvenir, sin ignorancia, no hay objetividad. Ahora bien, la operación de escribir supone una lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su mirada no tiene por función despertar rozando las palabras dormidas que están a la espera de ser leídas, sino de controlar el trazado de los signos; es una misión puramente reguladora, en suma, y la vista nada enseña en este caso, salvo los menudos errores de la mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta.

Con frecuencia, se espera la inspiración. Pero no se espera a sí mismo como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora todavía qué va a ser de su héroe, es sencillamente que todavía no ha pensado en ello, que no lo ha decidido; entonces, el futuro es una página en blanco, mientras que el futuro del lector son doscientas paginas llenas de palabras que le separan del fin. Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo; no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que crea está fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya demasiado tarde; su frase no será jamás a sus ojos completamente una cosa. El escritor va hasta los límites de lo subjetivo, pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo, de una máxima, de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Marcel Proust nunca ha descubierto la homosexualidad de Charlus, porque la tenía decidida antes de iniciar su libro. Y si la obra adquiere un día para su autor cierto aspecto de subjetividad, es que han transcurrido los años y que el autor ha olvidado lo escrito, no tiene ya en ello arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz de escribirlo. Tal vez es el caso de Rousseau volviendo a leer El contrato social al final de su vida.

No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.

Jean Paul Sartre.

Edgar Allan Poe pensaba que la escritura tiene un vínculo secundario con la inspiración. Nadie, ni siquiera los grandes escritores, basan el acto creativo sobre los dudosos cimientos de la inspiración. Una buen texto es más la suma de errores, reescrituras e interpolaciones, que aquella vaga idea romántica de un autor poseído por las musas.

En este excelente artículo, Poe hablará sobre su propio proceso creativo, tomando como referencia el poema El Cuervo. El nudo central de la exposición es demostrar que la buena literatura no es hija de la intuición o del azar, sino de un trabajo constante y analítico, de una profunda introspección acompañada de largas horas de análisis.

Aquellos que deseen conocer algunas herramientas para la escritura de un poema encontrarán en este artículo muchos consejos valiosos. Un poema corto produce un efecto relativamente fácil de conseguir, pero un poema largo, según Poe, debe escribirse como una secuencia de poemas cortos; de manera que el lector sea sacudido permanentemente.

Debemos partir de la base que Poe consideraba que la literatura más elevada era aquella que puede leerse en una sola sesión. Por ejemplo un relato o un poema. Consideraba que un texto que por su extensión necesite de varias lecturas perdía su unicidad. Esta es una consideración puramente estética, y ligada al gusto personal, pero es importante tenerla en cuenta a la hora de meditar sobre las palabras del maestro.


Método de Composición.
Edgar Allan Poe.

Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.

Creo que existe un radical error en el método general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.

A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?

Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización.

Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.

Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.

Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.

Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.

La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del Paraíso perdido no es más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o unidad de efecto.

En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.

Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.

Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato si me entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra (según creo) más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma -no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello, ya que ningún hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.

En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.

De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.

Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto, no podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.

Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.

Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.

El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.

Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.

Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.

Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.

Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror que concebirse pueda.

Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:

¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor.
El cuervo dijo: "¡Nunca más!"

Sólo entonces escribí estos versos: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir versos más vigorosos, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.

Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.

Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.

Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.

El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de lugar.

En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.

Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar. Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de Palas.

Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.

No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto;
pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación.

En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:

Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad
de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:

"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica!"
El cuervo dijo: "¡Nunca más!".

Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra,
si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho;
porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo
el ver a un ave encima de la puerta de su habitación,
a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación,
llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!".

Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar:

Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.

A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante -¿encontrará a su amada en el otro mundo?-, puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.

Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable "nunca más", le proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.

Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa -y prosa de la más baja estofa-, la pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.

Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:

Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta.
El cuervo dijo: "Nunca más".

Quiero subrayar que la expresión "de mi corazón" encierra la primera expresión poética. Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.

Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación;
y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita;
y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo;
y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo,
no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!

Edgar Allan Poe (1809-1849)


Algunos consejos de Howard Phillip Lovecraft.

Somos muchos los que encontramos un intenso placer en la concepción de cuentos y relatos de terror. Claro que la fórmula del éxito en la literatura se reduce siempre a su expresión fundamental: el talento y la eficacia; las cuales son, en gran medida, producto de nuestras lecturas. Ahora bien, el talento se adquiere leyendo (libros, no blogs, y menos uno como este); pero el oficio de escribir con corrección es producto de una práctica intensa y continuada.
Pensando en todos aquellos que sienten la necesidad física de escribir, H.P.Lovecraft escribió este breve y nutritivo ensayo sobre su experiencia como narrador de cuentos fantásticos.

Sobre el arte de escribir cuentos fantásticos.
H.P.Lovecraft.

El motivo por la cual escribo cuentos fantásticos es porque me producen una satisfacción personal y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo bello y de las visiones que me llenan con ciertas perspectivas (escenas, arquitecturas, paisajes, atmósfera, etc.), ideas, ocurrencias e imágenes.
Mi inclinación por los relatos sobrenaturales se debe a que encajan perfectamente con mis inquietudes personales; uno de mis anhelos más fuertes es el de lograr la suspensión momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos rigen y frustran nuestros deseos de indagar en las infinitas regiones del cosmos, que por ahora se hallan más allá de nuestro alcance, más allá de nuestro punto de vista.
Estos cuentos tratan de incrementar la sensación de miedo, ya que el miedo es nuestra más fuerte y profunda emoción y una de las que mejor se presta a desafiar los cánones de las leyes naturales. El terror y lo desconocido están siempre relacionados, tan íntimamente unidos que es difícil crear una imagen convincente de la destrucción de las leyes naturales, de la alienación cósmica y de las presencias exteriores sin hacer énfasis en el sentimiento de miedo y horror.
La razón por la cual el factor tiempo juega un papel tan importante en muchos de mis cuentos es debida a que es un elemento que vive en mi cerebro y al que considero como la cosa más profunda, dramática y terrible del universo. El conflicto con el tiempo es el tema más poderoso y prolífico de toda expresión humana.
Mi manera personal de escribir un cuento es evidentemente una manera particular de expresarme; quizá un poco limitada, pero tan antigua y permanente como la literatura en sí misma. Siempre existirá un número determinado de personas que tenga gran curiosidad por el desconocido espacio exterior, y un deseo ardiente por escapar de la morada-prisión de lo conocido y lo real, para deambular por las regiones encantadas llenas de aventuras y posibilidades infinitas a las que sólo los sueños pueden acercarse: las profundidades de los bosques perdidos, las fantásticas torres y las llameantes y asombrosas puestas de sol. Entre esta clase de personas apasionadas por los cuentos fantásticos se encuentran los grandes maestros: Poe, Dunsany, Arthur Machen, M. R. James, Algernon Blackwood, Walter de la Mare; verdaderos clásicos, e insignificantes aficionados, como yo mismo.
Sólo hay una forma de escribir un relato tal y como yo lo hago. Cada uno de mis cuentos tiene una trama diferente. Una o dos veces he escrito un sueño literalmente, pero por lo general me inspiro en un paisaje, idea o imagen que deseo expresar, y busco en mi cerebro una vía adecuada de crear una cadena de acontecimientos dramáticos capaces de ser expresados en términos concretos. Intento crear una lista mental de las situaciones mejor adaptadas al paisaje, idea, o imagen, y luego comienzo a conjeturar con las situaciones lógicas que pueden ser motivadas por la forma, imagen o idea elegida.
Mi actual proceso de composición es tan variable como la elección del tema o el desarrollo de la historia; pero si la estructura de mis cuentos fuese analizada, es posible que pudiesen descubrirse ciertas reglas que a continuación enumero:

I) Preparar una sinopsis o escenario de acontecimientos en orden de su aparición; no en el de la narración. Describir con vigor los hechos como para hacer creíbles los incidentes que van a tener lugar. Los detalles, comentarios y descripciones son de gran importancia en este boceto inicial.

II) Preparar una segunda sinopsis o escenario de acontecimientos; esta vez en el orden de su narración, con descripciones detalladas y amplias, y con anotaciones a un posible cambio de perspectiva, o a un incremento del clímax. Cambiar la sinopsis inicial si fuera necesario, siempre y cuando se logre un mayor interés dramático. Interpolar o suprimir incidentes donde se requiera, sin ceñirse a la idea original aunque el resultado sea una historia completamente diferente a la que se pensó en un principio. Permitir adiciones y alteraciones siempre y cuando estén lo suficientemente relacionadas con la formulación de los acontecimientos.

III) Escribir la historia rápidamente y con fluidez, sin ser demasiado crítico, siguiendo el punto anterior, es decir, de acuerdo al orden narrativo en la sinopsis. Cambiar los incidentes o el argumento siempre que el desarrollo del proceso tienda a tal cambio, sin dejarse influir por el boceto previo. Si el desarrollo de la historia revela nuevos efectos dramáticos, añadir todo lo que pueda ser positivo, repasando y reconciliando todas y cada una de las adiciones del nuevo plan. Insertar o suprimir todo aquello que sea necesario o aconsejable; probar con diferentes comienzos y diferentes finales, hasta encontrar el que más se adapte al argumento. Asegurarse de que ensamblan todas las partes de la historia desde el comienzo hasta el final del relato. Corregir toda posible superficialidad (palabras, párrafos, incluso episodios enteros), conservando el orden preestablecido.

IV) Revisar por completo el texto, poniendo especial atención en el vocabulario, sintaxis, ritmo de la prosa, proporción de las partes, sutilezas del tono, gracia e interés de las composiciones (de escena a escena de una acción lenta a otra rápida, de un acontecimiento que tenga que ver con el tiempo, etc.), la efectividad del comienzo, del final, del clímax, el suspenso y el interés dramático, la captación de la atmósfera y otros elementos diversos.

V) Preparar una copia; sin vacilar por ello en acometer una revisión final allí donde sea necesario.

El primero de estos puntos es por lo general una mera idea mental, una puesta en escena de condiciones y acontecimientos que rondan en nuestra imaginación, jamás puestas sobre papel hasta que preparo un detallado resumen de estos acontecimientos en orden a su narración. De forma que a veces comienzo el bosquejo antes de saber cómo voy más tarde a desarrollarlo.

Considero cuatro tipos diferentes de cuentos sobrenaturales: uno expresa una aptitud o sentimiento, otro un concepto plástico, un tercer tipo comunica una situación general, condición, leyenda o concepto intelectual, y un cuarto muestra una imagen definitiva, o una situación específica de índole dramática. Por otra parte, las historias fantásticas pueden estar clasificadas en dos amplias categorías: aquellas en las que lo maravilloso o terrible está relacionado con algún tipo de condición o fenómeno, y aquéllas en las que esto concierne a la acción del personaje con un suceso o fenómeno grotesco.

Cada relato fantástico (hablando en particular de los relatos y cuentos de terror) puede desarrollar cinco elementos críticos:
a) Lo que sirve de núcleo a un horror (condición, entidad, etc,).
b) Efectos o desarrollos típicos del horror.
c) El modo de la manifestación de ese horror.
d) La forma de reaccionar ante ese horror.
e) Los efectos específicos del horror en relación a lo condiciones dadas.

Al escribir un cuento sobrenatural, siempre pongo especial atención en la forma de crear una atmósfera adecuada, aplicando el énfasis necesario en el momento necesario. Nadie puede, excepto en las revistas populares, presentar un fenómeno imposible, improbable o inconcebible, como si fuera una narración de actos objetivos. Los cuentos sobre eventos extraordinarios tienen ciertas complejidades que deben ser superadas para lograr su credibilidad, y esto sólo puede conseguirse tratando el tema con cuidadoso realismo, excepto a la hora de abordar el hecho sobrenatural. Este elemento fantástico debe causar impresión y hay que poner gran cuidado en la construcción emocional; su aparición apenas debe sentirse, pero tiene que notarse.

Si fuese la esencia primordial del cuento, eclipsaría todos los demás caracteres y acontecimientos, los cuales deben ser consistentes y naturales, excepto cuando se refieren al hecho extraordinario. Los acontecimientos espectrales deben ser narrados con la misma emoción con la que se narraría un suceso extraño en la vida real. Nunca debe darse por supuesto este suceso sobrenatural. Incluso cuando los personajes están acostumbrados a ello, hay que crear un ambiente de terror y angustia que se corresponda con el estado de ánimo del lector. Un descuidado estilo arruinaría cualquier intento de escribir fantasía seria.

La atmósfera y no la acción, es el gran desiderátum de la literatura fantástica. En realidad, todo relato fantástico debe ser una nítida pincelada de un cierto tipo de comportamiento humano. Si le damos cualquier otro tipo de prioridad, podría llegar a convertirse en una obra mediocre, pueril y poco convincente. El énfasis debe transmitirse con sutileza; indicaciones, sugerencias vagas que se asocien entre sí, creando una ilusión brumosa de la extraña realidad de lo irreal. Hay que evitar descripciones inútiles de sucesos increíbles que no sean significativos.

Éstas han sido las reglas que he seguido (consciente o inconscientemente) ya que siempre he considerado con bastante seriedad la creación fantástica. Que mis resultados puedan llegar a tener éxito es algo bastante discutible; pero de lo que sí estoy seguro es que, si hubiese ignorado las normas aquí arriba mencionadas, mis relatos habrían sido mucho peores de lo que son ahora.

Howard Phillip Lovecraft.



Diez mandamientos para escribir con estilo.
Friedrich Nietzsche (1844-1900)

I.
Lo que más importa es la vida: el estilo debe vivir.

II.
El estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que quieres comunicar tu pensamiento.

III.
Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.

IV.
El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma de discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más apagado que su modelo.

V.
La riqueza de la vida se traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar todo como un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las respiraciones; También la elección de las palabras, y la sucesión de los argumentos.

VI.
Cuidado con el período. Sólo tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy larga hablando. Para la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.

VII.
El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente.

VIII.
Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger hacia ella todos los sentidos del lector.

IX.
El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa.

X.
No es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría.

Friedrich Nietzsche (1844-1900)