sábado, 31 de diciembre de 2011

El vestido azul

Sólo el frío la abrazaba mientras su cuerpo reposaba, vacío de vitalidad, en el taburete redondo con tapete de terciopelo. Ese mismo frío que se colaba serpenteante por las rendijas bajo las puertas para pasar como una corriente que a veces removía los mechones de pelo sueltos que se desprendían de su recogido y le caían a ambos lados de la cara, como si la acariciaran. Le hacían cosquillas en las mejillas, pero ella no se inmutaba. Le daba miedo sentir las caricias de aquel gélido fantasma. Se mantenía con la espalda erguida, sin moverse ni un ápice, evitando incluso el roce del vestido al respirar. Un vestido de raso azul, ceñido a la cintura, de escote holgado, que también acariciaba sus pechos aprovechando la más nimia brisa o movimiento de su caja torácica. 

Así permanecía como un maniquí olvidado cuando se abrió la puerta tras ella. Había escuchado cada paso irrumpiendo en el silencio como una campanada que su corazón reproducía atronadoramente dentro de ella en eco. La mirada perdida ya estaba demasiado anclada al vacío en la pared hacia el que sus ojos miraban sin contemplar. Dos pozos abiertos a su alma atormentada. Fuera quizás llovía.

La figura que entró por la puerta, tan sigilosa que podía escucharse un tic tac lejano de algún instrumento de engranajes que trataba en vano de regir con sus normas el tiempo y se quejaba en alto de que éste transcurría más despacio de lo que él mandaba. Y tan lenta se acercó aquella figura por detrás, que ella se sintió envejecer mientras esperaba en el taburete alguna reacción. Llegó a temer haberse convertido en parte del mobiliario por haber estado allí quieta durante toda la eternidad y que no se percatara de su presencia. 

Pero él la rozó. Desde el codo hasta el hombro, en una descarga eléctrica. Las yemas de sus dedos se pasearon por el suave raso que cubría su espalda. El ruido lento de una cremallera deslizándose hacia abajo. Un escalofrío, la piel de gallina. Ella seguía sin moverse; poniendo toda su sensibilidad en el sentido del tacto. Sintiendo cómo su vestido se tambaleaba debatiendo si darse por vencido o resistir en el cuerpo que lo portaba. Cerró los ojos.

Él dio la vuelta al taburete, con la misma parsimonia y más sigilo aún si cabe, buscando encontrarse con sus ojos. Pero los encontró cerrados. Alargó de nuevo la mano y le apartó sin tocarla los mechones de pelo que tenían la osadía de rozarla como sólo él podía hacer. Ella se sobresaltó al notar el quejido de la raíz del cabello de los mechones ahora privados del tacto de su mejilla, pues no había detectado que ahora él estaba delante. Abrió los ojos, que se clavaron en los de él, y éste quedó paralizado un instante que duró una eternidad entre el laberinto tormentoso al que le transportaron sendos pozos de soledades. 

Sin embargo, él le devolvió serenidad, le dio cobijo y calor en la noche invernal. Posó la mano bajo la barbilla de ella y recorrió su mejilla con el pulgar suavemente de atrás hacia delante, como limpiándole unas lágrimas invisibles, pasando luego por sus labios y notando el aliento cálido que desprendía. Fuera parece que había dejado de llover.

La tomó de la barbilla y con un gesto dulce pero firme la hizo incorporarse. Y el vestido cayó, vencido, dejando su cuerpo desnudo. La atrajo hacia sí sin apartar la vista de sus ojos, que brillaban con la luz de siete soles, y la besó. Apasionada, sensual y dulcemente. El vestido había caído. Ella desnudó su alma. Y se entregó a él por completo.

1 comentario:

  1. Relatos así permiten al neófito intuir esa profundidad insondable del arte y la posible justificación de su necesidad. Reflejar un fragmento de presente absolutamente único, un presente en el que la misma vivencia está condicionada por toda la vida anterior e interior del sujeto, cuyo mismo latir contiene ya la decrepitud y el olvido. Dar vida a un fragmento de papel y soportar la inevitable fosilificación del sentimiento al ser expresado, son el éxtasis y la humildad del escritor, la conciencia de que esa forma de creación de belleza nunca podrá competir con una caricia sincera del ser amado.

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